UN LLENÇOL PER EMBRUTAR. Salvador Iborra Mallol.

UN LLENÇOL PER EMBRUTAR.  Salvador Iborra Mallol.
Sense dubte un dels millors llibres de poesía que he llegit, un pilar base en la emergent nova literatura catalana. Un homenatge per al lector.

LA MADONNA

LA MADONNA
Munch

sábado, 19 de abril de 2008

El sentido de la gravedad.

Circunspección, mantén la prudencia ante las circunstancias y haz gala de cierta elegancia para que nadie se escandalice ante la indiferencia que sientes en esta última hora. Ni siquiera ahora sabes completamente cuándo será el último instante que pases en este valle de lágrimas, no nos anticipemos. Tu madre decía que la vida era un valle de lágrimas, la recuerdas ahora, en cierta manera todo desauciado se acuerda de su madre. Tu no sólo te acuerdas de tu madre; te acuerdas de otras madres, de sus hijos, incluso te acuerdas de sus nietos. A pesar de que te acuerdes de tanta gente, ahora estás solo. Miras a tu derecha, un lavatorio elemental se esconde detrás de la puerta blanca. Estás en la antesala de la muerte y tu habitación parece otra sala de espera, como aquella de la embajada española a la que fuiste solamente una vez en tu vida. Aquella visita a la embajada significaría tu renuncia a una vida, ahora lo sabes, y si has seguido aquí es por inercia, como todo lo demás. Como tantos otros que siguieron con sus vidas por pura y covarde inercia. Respiras constante y consciente aunque un sonido burbujeante crepita en tus adentros, estás atento hasta de los movimientos más autómatas de tu cuerpo enervado. Sabes cuándo tu ojo gira para ver la habitación, controlas tu respiración, estás atento hasta del tiempo que te retiene aquí un poco más. Sientes la punzada del dolor cuando advierte y su opresión que te causa náuseas doloridas. Ladeas tu cabeza hacia tu izquierda, una ventana abre las vistas de la ciudad. Edificios, enjambres de cables y de nubes, luz, copas de árboles, abedules, olmos, almendros o araucarias, qué más da, ahora eso no importa. Si te fijas puedes advertir el destello de las sirenas de las ambulancias que van y vienen a toda prisa. La ventana es ámplia, ocupa tres cuartas partes de la pared. Te acuerdas de la habitación donde solías releer un viejo periódico. No recuerdas la fecha del noticiario, pero lo estuviste leyendo y releyendo durante buena parte de tu vida sin prestarle nunca mucha atención ¿compraste algún otro periódico más a lo largo de tu vida de exiliado? Crees que no, aunque la verdad es que no lo recuerdas. La mañana pasa lenta, lejos de esta habitación. La gente anda por las calles paseando, compartiendo palabras. Hay también gente que hace el amor en sus casas, los que pueden, pero poca gente anda sola. Generalmente, la gente que anda sola tiene a alguien esperándole en alguna parte. Pero tú ahora no tienes a la persona que debería estar contigo, al lado de esta cama. Para ti no es triste, tal vez sea mejor así porque siempre sufre más el que se queda. No quieres pensar en la muerte, eso te honra. No quieres ni siquiera oler la muerte, su aroma fatuo, lleno de grandeza lúgubre. Para ti la muerte es un último nacer, como decía el poeta, un último nacer salvo porque no se llega, sino que se termina. ¿qué termina? Ni tu ni yo lo sabemos, pero tiempo al tiempo. Entra la enfermera luciendo una sonrisa neutral, aséptica, como para aliviar el dolor del alma. Te dice que te va a medicar, pero tu sabes que te van a atontar. En los hospitales se suelen administrar sedantes paliativos para las personas como tú, porque se conoce que los lamentos de los moribundos son profundos y en la noche alcanzan a herir las almas de los que se quedan, del personal sanitario, de los familiares y de todo cristo viviente, porque aquí todo el mundo vive menos tú, que te mueres. Tras unos minutos complacientes te adormeces sintiendo el fluír de tu sangre enajenada, ahora no hay dolor, ni ansiedad, ni dificultades respiratorias. Los estertores dan paso a una respiración anhelosa y tú no sabes si es ahora cuando vas a cerrar los ojos para siempre, eso te incomoda. Los párpados rugosos de tus ojos comienzan a pesar de una manera intangible, ceden y ceden hasta que inician su desplome para dar paso al sueño. Tu cuerpo se alijera desposeído de ti, estás atravesando el umbral de la inconsciencia donde ya de nada sirve el control que antes ejercías sobre cada automatismo de tus miembros. En un último esfuerzo apretas tu puño como para luchar pero pronto cedes al embate, narcotizado, y al final caes rendido dispuesto a dormir un sueño artificial.


* * *

Te acercas a la amplia mesa del despacho de tu casa. La estancia polvorienta conserva viejos retratos familiares expuestos a lo largo de los estantes de la librería, a la derecha de la mesa. Enfrente de ella, un amplio ventanal que abre las vistas a un gran jardín tropical. Tus manos apátridas ojean un periódico extranjero lentamente, apenas alcanzas a leer los titulares, la sección internacional, la sección nacional, los sucesos. Vives exiliado en otro continente, apartado de tus raíces. El solar patrio, la gran ubre de la que todos se apropian: aletargados pensadores, periodistas, gente nueva, savia nueva para el nuevo árbol. Observas el amplio ventanal frente a ti, las sombras inherentes a las húmedas plantas cambian la tonalidad de las horas. En rebeldía constante tu mente aún sufre y a tus ochenta años eres dueño y señor de un sufrimiento antaño extendido por toda la patria, ahora eres tú el único poseedor universal de ese sufrimiento mientras te paseas por la estancia. Sufrimiento telúrico, enraizado al pasado, al tiempo muerto, porque lo único que permanece en el tiempo es el pasado. Tu vida ha sido plenamente condicionada por el paso del tiempo en un lugar que a poco a poco vino siendo el tuyo. Aún sin serlo. Sigues hojeando el mismo periódico sin prestar demasiada atención. Enciendes un cigarrillo. Expiras el humo grisáceo, se mueven tus aletas nasales. Tu difunta esposa de apariencia caribeña, expuesta en el último retrato del estante, está captada por el objetivo de la cámara eternamente posando con ese aire provincial y analfabeto. Ignorante ella de la aprehensión de los recuerdos, de la sangre de hermanos bastamente derramada, del olor putrefacto de los cuerpos acribillados. Y piensas en tantas situaciones iguales a lo largo de la historia; El napalm, el hollín de los Kalasnikov en la gran cruzada contra la bestia fascista allanando seres humanos. Millones de ellos podridos, engullidos por fosas anónimas al destino eclesiástico del polvo al polvo y la ceniza a la ceniza. Muladar de imágenes, piensas, eclipsadas por la cal, incandescentes. Sigues ojeando el periódico, ni siquiera sabes la fecha del periódico que lees. Nada perdura. Sólo en tu pensamiento permanece la idea del fracaso puesto que te has pasado toda una vida, la única que hay, abocada a construír un hogar fuera del hogar. Paradoja donde las haya. Toda tu vida alternando cines y tertulias con los de tu especie, los verdaderos hijos de la ira. Nadie os espera y tú lo sabes y ya no te duele. Nadie os dará las gracias, pero tú con tu coraje enéido pujas por volver a tu patria reconstruída y cicatrizada. Anestesiada de tanto llanto cuando muertos ya los verdugos y sus dueños todo adquiere un extraño sentido. Patria de rostro esquivo y transitivo. Sí, un impulso latente te empuja a volver, a despedirte del mundo del que ya no formas parte. Pasas las últimas hojas del periódico, los insectos del jardín se emboscan entre las hojas de los árboles y la luz declina en la habitación oscurecida. Tu sombra alargada mientras permaneces sentado en el sillón de la mesa se extiende besando el suelo. Apagas la colilla del cigarrillo en un viejo cenizero de metal. Ya no queda nada que te fuerze a volver, salvo la obstinación fanática y moribunda de un sueño. Como el hijo pródigo arapiento y miserable que vuelve a un hogar. Pero los días y los meses, los años, pasan y tú permaneces alejado. Y tal vez alguna tarde tropical al hojear el mismo periódico que durante tantas veces ha sido hojeado, no seas capaz de levatarte del sillón. Y tus sueños de volver se ahoguen como los de tantos otros excomulgados, y la luz desaparezca de la estancia, y el jardín crezca salvaje en tu inerte presencia, y un memorial sea alzado en donde tú nunca pudiste retornar, un memorial que te represetará a ti… Dejas el periódico sobre la mesa en la misma posición en la que estaba. Te levantas del sillón, mañana será otro día, seguro, pero nada cambiará. Ni tu deseo en su más ferviente arrogancia será capaz de cambiar nada. Acaricias el periódico con las llemas de tus dedos y captas una textura áspera en sus hojas. Cinco columnas de texto llenan el primer folio. Tamaño exagerado del papel. Quince de Noviembre de 1943, hay nubes tormentosas sobre las dársenas del puerto y un país se ahoga a tus espaldas. El puerto apenas se ve desde la cubierta del barco. Nada te retiene en sus costas. No hay nada en su pérfido aroma que te haga volver la vista atrás. Una tímida lluvia se impregna gota a gota en el ámplio ventanal. Las sombras de la tarde se han adueñado de la habitación. El periódico gastado sigue en la mesa como una última reliquia. Mañana será otro día, cierto, pero nada cambiará.
***
Despiertas. Al fin despiertas aunque sea en la misma cama en donde te dormiste. La misma ventana te muestra cómo las nubes ocupan buena parte del cielo que amenaza con lluvias, pero eso a ti no te importa puesto que jamás te molestó en exceso la lluvia. Es más, recuerdas que te gustaba leer un buen libro en tu despacho de amplios ventanales mientras oías la lluvia restallar en los cristales. No sabes que hora es, pero debe de ser por la mañana ya que percibes un tímido olor a malta que viene de los pasillos. Probablemente sea la hora del desayuno. Como no tienes nada que hacer, salvo esperar tu último instante, te recreas pensando en lo que tu vida es. Quisieras encontrar una palabra que la definiera, alguna cosa que la materializara. No debe ser facil plasmar toda la vida en una sola palabra, y si pudieras, tal vez eligirías un sustantivo. Algo como desidia. No sabes muy bien que elegir, pero ¿te das cuenta de que es imposible concentrar todos tus momentos en esa palabra? Recuerda a tu hermano, ancha espalda, moreno y bien plantado, recuerda a caso el dia de su boda. ¿cómo incluír esos momentos en la palabra desidia? No hay palabra que sirva para representar lo que la vida ha sido contigo. Y si la hubiera, entonces esa palabra se apropiaría de las esencias que te pertenecen porque podría relatar todo lo que tú ahora callas. Pasan los minutos y nadie viene, pero el aroma de la malta y las voces que van y vienen al otro lado de la puerta de tu habitación te hacen confirmar que es la hora del desayuno. No podría ser desidia, piensas ahora, pero alguna palabra tal vez retenga la esencia de lo que es tu vida. Piensa que han de caber los malos y los buenos momentos, las olvidados y los que aún retienes. Cierras los ojos de nuevo, intentando encontrar la que sea la palabra que describa tu vida porque necesitas darle nombre a tu tragedia, a tu milagro, a tu única oportunidad de ser. ¿Recuerdas aquella tarde en la que paseabas por la playa y recordaste la última vez que viste a tu hermano con vida? ¡Vaya tiempos! Al principio no fue nada facil aceptar tu nueva vida en otro país, lejos del odio que se vertió en los anchos campos de tu tierra. Pero con el tiempo, te fuiste asentando dispuesto a dar la espalda al mundo. No digo al planeta, tú lo sabes, digo al mundo. A todas las fuerzas que compiten con ser mejores o con ser peores. Aquella tarde que paseabas por la playa la memoria estuvo a punto de fallarte. Por un instante pensaste que tu hermano seguía vivo. Lejanamente vivo. Pero tu hermano fue ejecutado después de la guerra. Como tantos otros. ¿Recuerdas el último abrazo que os disteis, tal vez la última mirada? ¿Si no lo recuerdas tú, quién lo va a recordar? Nadie, esa es la respuesta. A tu hermano le mataron como a un perro. Y tú pudiste escapar dejando atrás la esencia de la vida que ahora te falta. Aquella tarde en la playa pudiste comprobar que seguias vivo mientras llorabas largamente sentado en la última amaca de una playa repleta de turistas. A los teinta años ya trabajabas como cartero en el servicio público postal. La rutina te hizo olvidar la ceniza de un pasado danzante y huidizo, y ya tus ojos habían perdido la expresión cansada de los primeros meses. No supiste escribir a la viuda de tu hermano, temías por ella pero no sabías qué hacer, y a los cuarenta años ya te habias casado con una nativa que trabajaba en una mercería cercana a tu apartamento. Con ella te mudaste a una nueva casa, humilde pero cómoda, y los años pasaron como un escalofrío que sólo sentías tú en lo más profundo de tu ser. A los cincuenta años te decidiste a contactar con la viuda de tu hermano. Intentaste localizarla a través de la embajada aunque no hubo forma. El hilo se había roto y el contacto llegaria a ser imposible. Desde ese momento, cuando te diste cuenta de que nunca volverias a ver a tu sobrino, ni a tu cuñada, entendiste que habías llegado al punto que todo el mundo rehuye y teme en el que únicamente puedes sentirte en soledad. Y de esa manera, irremediablemente solo, proseguiste con poca voluntad una vida artificial que, al cabo del tiempo, te llevaría a contemplar los atardeceres de otro país a través de las vistas consumidas del jardín al que daban los amplios ventanales del despacho de tu casa. A los sesenta años te resignastes a apreciar las tórridas tardes de Agosto metido en la sala de proyecciones Colores. De vez en cuando te animaste a participar en algún coloquio de exiliados, escribiste cuentos para nadie, lanzaste flores al mar recordando la corta vida de tu hermano, pero la redención es un privilegio al que pocas personas llegan. Tú no perdonaste a la vida. No podrias haberlo hecho nunca, y más cansado que vivo te acostumbraste a un mundo equivocado. Y es que, al fin y al cabo, todos nos acostumbramos a un mundo equivocado. A los setenta años, los recuerdos se fueron convirtiendo en pequeños fantasmas que te acechaban a todas horas. Te fuiste imaginando la vida de las personas que habian quedado atrás, sus costumbres. Comenzaste a especular sobre cómo serían sus sueños y sus habitos. Y la ilusión de tantas apariencias fue velando tu propia existencia. Ahora el tiempo ya pasa más lento pero, a la vez, más ajeno a ti. Tal vez porque la idea de la futilidad de la vida se ha ido alzando ante ti, a medida que tu estupor dejó de impedir tu tragedia. O, al menos, eso es lo que tu cuerpo cansado piensa ahora que trascurren tus últimas horas.


* * *


Una enfermera guapísima de unos treinta años entra en la habitación arrastrando un carrito repleto de bandejas cubiertas y de dos enormes termos llenos de una humeante bebida que infesta toda la habitación de su aroma. Mientras comienza a explicarte lo contenta que está porque su novio se la va a llevar de vacaciones tus ojos la miran como a un objeto de deseo fuera de alcance. Sus piernas largas te transportan a imaginarte con cuarenta años menos seduciéndole con la amabilidad de las palabras, te imaginas tejiendo una conversación interesante para ella, le regalas los oídos. Su cuerpo es el abismo de tus deseos, y tan lejana la encuentras que reniegas a seguir pensando en ella. Has elegido té, tal vez sea la última vez que desayunes, aunque ya pensaste lo mismo ayer y anteayer. La dulce enfermera se llama Verónica, lo lleva inscrito en su bata. A ti no te interesa y como que apenas puedes hablar no vas a hacer el esfuerzo inútil. Haz almoneda de fuerzas para poder morir con dignidad cuando te llegue el momento, al menos que seas consciente de todo el proceso. La enfermera se inclina hacia ti para acomodarte la almohada, una miniatura del cristo de la providencia le cuelga del cuello que se balancea acompasadamente por su escote como un borracho que camina a tumbos calle abajo atisbando la madrugada. La imagen de Diós es dolorosa, siempre lo es, su desnudez enfermiza y todos aquellos hachones de los altares le dan un aire demasiado grave, sobre todo cuando las mechas de esparto y alquitrán arden en los deambulatorios de las iglesias. La palabra Diós es inconmensurable como para abarcarte solamente a ti. Esa no es la palabra que buscas para definir tu vida, Diós es demasiado grande y es eterno. Tú ni eres eterno ni Diós te pertenece para que te apropies de su nombre, en todo caso, tú le perteneces a él, como todo lo que hay en el mundo. A Diós le pertenece la gloria y la misera de este mundo, le pertene la verdad y la mentira, pero lo que no le pertenece es la duda. La duda es tuya, será que es un signo de debilidad dudar, porque Diós es tan grande o tan miserable que no se puede permitir dudar. Es oficio del hombre el dudar, no de Diós. Mientras piensas sobre aquella palabra que buscas, la enfermera revisa los dos goteros que cuelgan al lado derecho de tu cama en un pedestal. Tu piel se ha resecado, ha adquirido un tono amarillo macilento y una fina película rugosa cubre la superficie dando la imagen de una piel de trapo. Ahora ya no sonríe, toma datos y apunta concienzudamente cualquier cambio, en cierta manera se podría decir que acota los procesos de tu estado. Tu miras el cristo de la providencia con cierta prudencia, piensas en él, en su abstracción que lo desfigura. ¿podrías decir qué es Diós? Ni siquiera sabes qué es o qué representa, ¿cómo quieres, pues, resumir tu vida en la palabra Diós? Ya te lo dije, no hay ninguna palabra que pueda definirte, que abarque todos tus actos y todas tus intenciones. Así pues vas pasando los minutos hasta que con una tímida sonrisa despides a la enfermera que sale arrastrando el carro con los desayunos de la planta del hospital. Ahora la luz entra por la ventana con más intensidad que antes, la luz lo invade todo, tus ojos se deleitan frente a la claridad del cielo, antes amenazante cuyas nubes parecían anunciar lluvia. Una hilera de gorriones van peinando el cielo a baja altura, y en ciertos momentos parecen enfilarse directas a estrellarse en las copas de los árboles, pero levantan el vuelo extendiendo sus cortas alas y se alejan sin más. No son conscientes de las consecuencias de un vuelo tan temerario, ni siquiera son conscientes del precio de la vida.


* * *

Al atardecer, la habitación anaranjada del hospital va templando los objetos con su luz. Un velo azafrán desleído se va apropiando de los matices. Tu percepción te hace ver a través de tus ojos entornados cómo un cobre rojizo amagentado va sucediéndose desde la ventana hasta los pies de tu cama premoniciendo el anochecer. Los dolores son más fuertes pero a la vez menos perceptibles para tu cuerpo entumecido. Sabes que ya no habrá otro amanecer en tu vida. La respiración estertorosa se afianza y toma el control de tu podrido crepitar. Es como si la muerte hubiera mandado un ministro que con su mano hundiera tu pecho hasta casi no dejarte respirar. Sientes los empeines de tus pies más frios que el mármol de carrara y con un torbellino en tus entrañas los mecanismos de sensibilidad de tu cuerpo se han ido deteriorando hasta ser simples extensiones del ministerio de la muerte. No eres capaz de moverte ya, y son tantas las cosas que te quedan por decir, por buscar y por encontrar, que la idea de la futilidad se hace tremendamente monstruosa para ti. Ahora, atardeciendo en la habitación, como en tantos otros atardeceres viendo tu jardín, ves la vida que nunca tuviste. Tu hermano te abraza, luego desaparece, viene tu padre con las manos ásperas de tensar las sogas donde se han soterrado los majuelos, entra en la vieja casa donde te criaste, tu madre encorbada sobre la boca de la chimenea sigue dándole al fuelle para avivar las llamas de la lumbre. Es todo tan irreal que no parece ni siquiera ser parte del pasado. Andas en tu foro interno alejado del mundanal ruido, transfigurándote en otra persona andando por la calle Bellesguard que bordea el basto cementerio de tu ciudad. No sabes quien eres, nunca te has visto con un rostro sereno y seguro. Sigues andando calle abajo entre las luces de un mediodía distante. Nada es real, pero no es un sueño. Te sigues a ti mismo con la mente clara sabiendo qué es lo que vas a hacer. Te vuelves a decir que todo se manifiesta como si fuera real, pero no lo es, y tu cuerpo tampoco lo es. El corazón se te va relentizando poco a poco y sus latidos cada momento son más inestables e imperceptibles. Tus ojos entornados siguen con sigilo la trabajosa respiración que te mantiene consciente y decides seguir andando calle abajo bordeando un parque lleno de lilas colgadas en las jardineras que colman el muro sur del cementerio. Oyes a la gente andar de un sitio a otro como si la vida no se hubiera detenido en la habitación del hospital, ellos hablan, ríen, hay hasta un mendigo que descansa tumbado en un banco del parque que tú ahora cruzas. Toda la ciudad es real, pero no existe. Aunque te digas lo contrario, el atardecer ha culminado en una oscuridad cabernosa donde horas antes la bandada de gorriones intrépidos volaban jugueteando con las copas de los árboles y con la suave brisa que el viento de levante había traído hasta tu ventana. La mecánica del universo sigue incólumne a tus fantasías y ya nada puede evitar que lentamente te estés yendo de una vida a la que nunca amaste. Pero nada es real, recuérdalo, al menos, cuando la noche caiga.


* * *

Esta ciudad no existe. Se dice que es real, todo el mundo lo dice. Pero ni las personas que pasan por la calle, ni los coches, ni los edificios grises, ni siquiera el cielo circunvalando es real aqui. El mundo no es lo que nos dicen que sea, nunca ha sido así. Ahora, mientras sigues andando calle abajo existes tú, y todo lo demás está tan cerca de ti como los anillos de Saturno. Por mucho que las sensaciones se vayan acercando a ti, aunque ingenuamente pienses que la vida es el contacto con el mundo que tú puedas percibir, que es bien poco en esta hora. A pesar de que, ahora que no te ves en una cama de hospital, equivocándote, sientas que la compleja maraña de sueños y elementos que te hacen sentir vivo se aproxima a ti, nunca llegarán a penetrarte…Esta ciudad no existe porque existes tumbado en la cama con los ojos cerrados y esto no es la realidad, es la certeza del abismo. Lo vas sabiendo y lo vas pensando mientras caminas calle abajo hacia el cementerio que nunca visitaste. La calle decorada de adelfas dan una falsa apariencia de buen gusto medioambiental y el parque cuya pared está cubierta de lilas no es sino un contrapunto afortunado en la calle en la que estás. Y sigues andando, cabizbajo y desatento, con una opresión en el pecho que te hace sentir vulnerable, aunque ya no haya dolor. Las personas te van a mirar como a un adorno más de la ciudad. Eres parte de ellos sin serlo, totalmente prescindible en esta fantasía. Va pasando el tiempo, sigue pasando, y todo lo que soñabas cuando vivías tu propia vida se vino abajo con la rapidez precisa y debastadora de un huracán. Esto del progreso es un agobio, te dices mientras miras un cartel publicitario. Al pasar el cementerio no hablas, pero sigues pensando. En los jardines de Diós no hay niños, sólo hay cruzes y almas muertas. El tranvía atraviesa la calle con un traqueteo ajetreante. Esta calle sería decrépita de no ser por el viejo parque pegado al cementerio. Se extiende cercada de edificios grises de renta antigua y de un gran cementerio atestado de gatos salvajes que merodean sobre las cruces de las tumbas. Te cuesta andar, sientes las rodillas desgastadas y el cuerpo destemplado. Piensas en llegar al interior para poder sentirte solo, apartado de la vida de la ciudad, como si en esta ciudad no te pudieses sentir suficientemente solo. En la inercia de la vida, algo tan abatible como una persona no deberia permitirse pensar en la soledad, ni en el miedo, ni en la muerte, puesto que corre peligro de ser lúcido y eso se paga. Al fin cruzas el portón de rejas forjadas del cementerio, el viento ulula en las copas de los cipreses y el cielo trae el olor del mar a tus pulmones. Te sientes en comunión con el mundo como desde hace mucho no te sentías mientras vas cruzando el camino central del cementerio dejando atrás las lápidas que ves a izquierda y derecha .Veinte cipreses enormes, diez a cada lado, resguardan de la luz directa a los que visitan a sus muertos, declinándose en cobijo desde las alturas. Y un Olmo de unos veinte metros preside el centro del jardín del cementerio. Miras a tu alrededor e identificas el resto de las cruces que se esparcen por el suelo vegetal. Las hendiduras cinceladas que albergan moho, los candiles apagados de los panteones. Señales del paso del tiempo en donde la eternidad mora como otra ironia de la vida. El inmenso olmo se despliega vastamente en las alturas junto a los cipreses cubriendo el cementerio de sombras. Al fin te sientas a descansar, sentado sobre un banco de piedra sin respaldo viendo las lápidas ordenadas a lo largo del suelo. La luz es más ténue ahora, y la tarde transcurre sin mayor interés. Por las calles empedradas del cementerio, minúsculos grupos de ancianas con ramilletes de flores te observan disimuladamente mientras besan viejos retratos que sacan de sus bolsillos. Roidas estampas de santos que guardan celosamente. Agazapadas y resguardando su celosia, detenidas en frente de las tumbas familiares mientras se encorban sobre sus retratos como si fuera un bien tan valioso que lo tuvieran que defender con la vida. Y, así, quietas, permanecen varios segundos para mirar de reojo a los desconocidos. El gigantesco olmo se impone fuertemente enraizado en el cruce de los caminos perpendiculares del patio central del cementerio, ya es poco más de mediodía y la luz del sol aparece y desaparece súbitamente por entre las hojas carnosas del inmenso árbol. La luz exalta el amarillo charolado de los cientos de jaramagos que forman una túpida maleza serpenteando alrededor del patio. Dos ancianos caminan pesadamente y con la espalda encorbada, como a medio caer, no los conoces pero se paran cerca de ti. ¿Ves? Ahí es. Ahí enterraron a Mariano. ¡Pobre de él! Uno de ellos se agacha sobre la lápida que hay justo enfrente de él, en medio del patio central del cementerio donde confluyen las cuatro calles. ¿Puedes leerlo? ¿Lo pone? Sí. Si que lo pone, Mariano Arganda Díaz. Nacido el cuatro de Marzo del año del señor de mil novecientos quince. Fallecido el catorce de Abril del año del señor de mil novecientos noventa y ocho. Ese día llovió. Olía a musgo y como a lodazal. La lluvia limpió el terreno aquel día, aunque nunca sea agradable enterrar a nadie mientras llueve. Los mazacotes de tierra se desprendían del montón y caían al féretro que reposaba en el fondo del hoyo mientras el sacerdote, Don Emilio Llorente, pronunciaba las últimas palabras antes de echar reciamente otro mazacote de barro sobre el féretro. Por cuanto le plugo a Dios todopoderoso en su sabia providencia, separar de este mundo el alma de este hombre por tanto nosotros encomendamos su cuerpo a la tierra, tierra a tierra: ceniza a ceniza, polvo a polvo, con la esperanza segura y cierta de la resurrección a la vida eterna de todos los que durmieron en Jesús. Amén. Y seguía lloviendo mansamente y las gotas de agua restallaban sobre el terreno mojado, sobre el inmenso olmo, sobre sus ramas y sus hojas. Todo lo impregnaba de su monotonía, y entre las lúcidas palabras del sacerdote y el agua que caía del cielo, los invitados caian en un pesado trance de hiel. ¿Era tal vez la esencia de la muerte? ¿Aquello que llevas tú sintiendo y que aún no te abandona? Aquella noche no pude dormir pensando en cuándo sería yo. Encerrado en el féretro mientras la misa se oficiaba en mi memoria. ¡Qué triste que de la muerte solamente se acuerden los vivos! En fin, ya va siendo hora de irnos, ¿no te parece? Sí, ya es hora. ¡ay! Pobre Mariano. Tan concienzudo y tan buena persona, tan aplicado en su faena… ¡Siempre se van los mejores! Hoy no llueve, pero aquel día llovió mucho. Los dos ancianos siguen su camino hacia la puerta cruzando por debajo del olmo. Atraviesan el patio por el camino que les conduce al portón de forja. Uno sale por delante de otro y desaparece. Ahora ya estamos solos, nadie nos ve, nos levantamos del tosco banco y proseguimos hasta el final del camino, apoyada en la pared una lápida descansa a medio cincelar. Sobre el granito una palabra destaca en medio de la losa. Te dije que no creyeras que esta ciudad existe porque tú no serás enterrado aquí. Ni siquiera te enterrarán en este país. La luz penetra a duras fuerzas por entre el follaje, observas la lápida que descansa en el muro del cementerio, sólo una palabra se lee en la piedra, gravedad. Tus ojos se han cerrado ya, el pulso es tan inperceptible que no puedes ni mover un dedo, no hay fuerzas, un último velo de aire surge de tu boca, en él se va la vida, lo que eres y lo que no podrás llegar a ser, todo aquello que dejas atrás amontonado en tu memoria. No recuerdas nada, no hay fuerzas. Todo se apaga, no hay luz, todo se apaga porque todo se ha de apagar.

lunes, 14 de abril de 2008

The river-merchant's wife: A letter.

Deixe versió original: No he osat traduïr-ho, i les versions en castellà no convencen. Però, si algú ho demana posaré una traducció en Casellà prou bona:



Wile my hair was still cut straight across my forehead
I played about the front gate, pulling flowers.
You came by on bamboo stilts, playing horse,
You walked about my seat, playing with bue plums.
And we went on living in the village of Chokan:
Two small people, without dislike or suspiction.

At fourteen I married My Lord you.
I never laughed, being bashful.
Lowering my head, I looked at the wall.
Called to, a thousand times, I never looked back.

At fifteen I stopped scowling,
I desired my dust to be mingled with yours
Forever and forever and forever.
Why should I climb the look out?

At sixteen you departed,
You went into far Ku-To-Yen, by the river of swirling eddies,
And you have been gone five months.
The monkeys make sorrowful noise overhead.
You dragged your feet when you went out.
By the gate now, the moss is grown, the different mosses,
Too deep to clear them away!
The leaves fall early this autumn, in wind.
The paired butterflies are already yellow with August
Over the grass in the West garden;
They hurt me. I grow older.
If you are coming down through the narrows of the river Kiang,
Please let me know beforehand,
And I will come out to meet you
As far as Cho-fu-Sa.




Ezra Pound. Poems selected. Thom Gunn. Ed. Faber Poetry. London. ISBN 0-571-22677-9

martes, 1 de abril de 2008

El silencio como fenómeno poético

Guardo silencio desde hace tiempo: medito, sopeso, leo, escribo... pero desde un férreo mutismo. Creo que se ha llegado a un lleno absoluto en el foro de las letras; existen nuevas editoriales, una disonancia abrupta de voces diferentes (éspecialmente en poesía) y la conclusión siempre es el desorden como ley; o bien el ansia de la ruptura o bien la voluntad de pertenecer a una voz de tradición, pero como señalaba Luís Antonio de Villena: "La tradición -y ése es su gran riesgo y su gran lujo- aplasta a quienes la utilizan mal, o a quienes no tienen la suficiente personalidad, el suficiente talento para egotizarla", de ahí mucha precariedad no declarada en la poesía.

Mi decisión es ilógica en cuanto que la no-pertenencia es una actitud intrínsecamente paradójica, ya que el agruparme a la no-pertenencia me incluyo en el grupo de los no-pertenecientes. Es decir, mi silencio lleva una intención intrínseca vitalista en cuanto a búsqueda de una voz propia a través del silencio. También es cierto que el silencio es una forma de presencia y que mi opción artística es encontrar mi voz ante la orfandad de la que la poesía adolece. Si bien, bajo mi punto de vista, hoy en día no hay un hilo firme que conduzca a la voz original sino por imitación más que por emitatio, sin perspectivas claras ni rotundos desplantes a generaciones anteriores.

Cierto es que estamos en un ámbito posmoderno y que los límites se difuminan; se difuminan en el multidisciplinar panorama que hoy embarga todo ámbito de vida y, claro está, en todo ámbito artistico. Lo que en su día fue venerado por los mal llamados novísimos, los mass media como fenómeno social, se ha convertido en un puro mercantilismo que hace que toda corriente artística responda a un molde comercial más o menos estable. Decía John Cage (pionero del happening como performance) que el sistema engulle toda manifestación con una intención; domesticar el arte.

En este sentido, el texto debe rehuir la ezquizofrena del engullimiento, es decir, la voz poética ha de ser encontrada más como una fuerza centrípeta (que se vuelve introspectiva, necesita de la tensión) que como una fuerza centrífuga (que viene dominada del movimiento (mercantil, se entiende). De tal manera, lo que ahora está en la periferia, pasará a ocupar el centro. Y así será mientras que el conocimiento poético cruce toda una escala de valores previamente instaurado y que, a través de su negación llegue en su más pura expresión. Todo fenómeno de ruptura es un movimiento de adelantamiento, y así ha sido siempre: Cuando de la poesía social a la intimista, y de ahí al novisismo que rehusaba los altares posteriores al 27, y de ahí al experiencialismo y de ahí a nuestros días, donde no hay una estética dominante.

De aquellos movimientos nos quedan las reinterpretaciones que de la tradición se han dado pues toda vanguardia conlleva un nuevo sedimento de tradición, tal vez desauratizada, tal vez un tanto desmarcada. El fenómeno globalizador en el que vivimos ha fusionado géneros, ha borrado de un plumazo las categorías; y así, si bien antes se sabía lo que se perseguía (la exacerbada ostentación estilística novísima no era gratuíta), hoy en día todo es más borroso y de ello el sistema se nutre: más que de límites, nos vemos acotados por evanescencias nada claras. El reto pues, debe ser la ocupación del fenómeno poético y con él, consecuentemente, del camino ahora borrado.